martes, 31 de marzo de 2009

Inadvertida

INADVERTIDA

Sin saber el porqué de los cuentos leídos antes de dormir por mi padre y mi madre, sin advertir lo que las historias de princesas, sapos, castillos, príncipes, madrastras, dulces y magia harían en mi mente para el resto de mi vida, comencé la larga y encantadora travesía de la lectura. Con todo, mis padres, Ambrosio Velandia y Mercedes Calderón, son los únicos responsables que insistiera tanto en aprender a descifrar por mi propia cuenta cada una de esas historias, que por cierto, no cuento esto por mi gran memoria, sino por los aportes que mis padres hacen para reconstruir una historia que nunca me imaginé recuperar.

Tras estas motivaciones nocturnas, mi siguiente paso fue abrir cuanto libro encontraba en la biblioteca de mi padre, algunos encuentros fueron fantásticos. Sobre todos los libros recuerdo unos de zoología y botánica, cuyas imágenes sorprendieron mi mente que hasta ese momento sólo conocía unos cuantos animales domésticos y que no se imaginaba que existieran tantas “maticas”.


Pero otro… Aquel libro de rayas verdes y blancas, algo grueso, pero no alto era la sección vetada para la niña de la casa, la curiosa que revolcaba toda la casa para descubrir cosas nuevas. Ese libro descubrió ante sus ojos los cuerpos desnudos de un hombre y una mujer, razón por la cual cerró rápidamente el libro que tanto decía papá que no abriera.
Como aún no sabía leer no supe de qué se trataba realmente.

Sólo cuando mi algo rígida maestra de primero mostró los catálogos llamados vocales y abecedario, y tras el largo proceso de mecanización de las letras y sus relaciones para formar palabras, entendí que podía descubrir los mundos que yacían en los libros.

Al principio me conformaba con los títulos de Vanguardia Liberal de cada domingo, y poco después con las historietas. Pero un día, cercano a mi cumpleaños número siete, retomé mi búsqueda en la biblioteca de mi papá, para recibir un gran chasco, ¡No habían libros para mí! Los títulos de los libros eran cosas extrañas: El poder del factor adicional (Que me sonaba a matemáticas); El viejo y el mar (Que me hizo sospechar que mi abuelo paterno era o había sido marinero); Vivir, Amar y Aprender (La carátula no me motivaba a abrirlo); Reparación de equipos de audio (Y yo no quería ser reparadora de esa cosa). Y otro más extraño: Constitución Política de Colombia (Ya era mucho saber que mi país se llamaba Colombia, pero ni idea de qué era Constitución y peor era tratar de adivinar eso de Política. Y otro que me gustó, no por el título sino, por el dibujo de la portada era uno que se llamaba ¿Cómo desarrollar la inteligencia de su hijo?

Sin embargo, en ese momento no me atreví a leer el contenido de ningún libro, sólo leí los títulos, como para demostrarme que ya sabía leer. Semejante proeza que todos mis tíos y abuelos alababan grandemente, aquellas palabras estaban cargadas de una felicidad que si no era fingida, hoy en día me pregunto cómo me alababan por tartamudear unas sílabas que en varias ocasiones ni comprendía, y que nadie se preocupó, hasta ese momento para que comprendiera lo que a medias leía.

Bien digo lo que digo, porque a medida que avanzaba en los años escolares, mi padre exigía de mí más comprensión y mejor rendimiento académico, lo bueno era que no tenía que obligarme para que me acercara a los libros, ellos eran ágiles para ponerse en mi camino, y con qué emoción leí Pinocho, Blanca Nieves y unos cuentos de una edición de Walt Disney que una tía de mi papá me regaló. Afortunadamente, el único hombre de la casa se dio cuenta que debía equipar la casa con enciclopedias, diccionarios y variedad de libros, pues si deseaba que tuviéramos una formación más allá de la que él había recibido era necesario que lo hiciera. Otro libro que nunca supe de dónde había salido, o cómo estaba en mi casa, era uno de historias de la Biblia, este libro era de pasta amarilla y letras doradas, me gustaba y releía las historias varias veces, las imágenes se quedaban cortas y me decían lee el libro, así sabrás que fue lo que pasó.
Él, Ambrosio Velandia, cultivó en mí el descubrimiento del mundo a través de los libros, pues al oír a algún adulto decir palabras incomprensibles y correr a sus piernas para averiguar el significado de tales, me indicaba el camino hacia el diccionario. Después, compró los dos tomos de algo que leí era un Consultor Literario, no sé de dónde el deseo inusitado de saber qué contenía, a pesar de no tener en mi cabeza qué era literatura, la palabra sola me gustaba. Allí estaban algunos de los cuentos que ya había leído, o que mis padres me habían leído cuando no sabía. Tenía diez años, o por lo menos eso creo, y ya había oído esa palabra en boca de mis padres y de mi profesora, pero confieso que no busqué en esta ocasión de qué se trataba aquella palabra, quizás sólo me bastaba saber que a mi oído le agradaba. Me distancié de los libros por un año, y las razones para argumentar semejante divorcio posiblemente no existan, yo veía llegar nuevos libros a la biblioteca: Ética para Amador, Nuevo Código Nacional de Tránsito, Susana, Juegos para entretenerse en los viajes y Manual de juegos para jóvenes y no tan jóvenes. Pero, a los once años, me reconcilié con ellos al ver un libro, estaba maltratado por los años y el polvo y eso hizo que lo tomara en mis manos para consentirlo un poco, ese libro es un poemario de Mario Benedetti titulado Poemas de otros. Ese sí lo leí, 130 páginas de poesía viva que despertó en mí un gran interés de leer poemas y cuentos y de escribir, pedí un diario a mis padres, solo anhelaba dejar por escrito lo que empezaba a sentir, pequeñas nociones de amor se vislumbraban en ese entonces, peleas con mis amigas y frases que revoloteaban en mi mente era todo lo que conocía ese diario. Ese mismo año, por estar esculcando en los cajones de mis padres, encontré una agenda de mi padre… (Sí, es una nueva confesión, tan pronto mis padres me dejaban sola, al cuidado de la casa y de mi hermana, yo procuraba encontrar… ¿Qué? No lo sé, solo quería ver los papeles y objetos de los que oía decir a mis compañeros del colegio: “Los papás esconden cosas para que uno no sepa qué hacen o quiénes son”.) Pues bien, sin perder de vista el acontecimiento, la agenda que había descubierto contenía material de sumo interés para mis fines de escritura, allí descubrí que mi padre escribió, en algún momento de su vida, poemas, acrósticos y pensamientos. Me motivó ver esas palabras tan inspiradas de parte de un hombre que en ocasiones parecía muy drástico y gritón. En esas excursiones, redescubrí el libro de rayas verdes y blancas, encontré que el cuerpo tenía algo llamado sexualidad, conocí el cuerpo del sexo opuesto en sus diferentes edades y aprendí que mi cuerpo, así como mi mente lo estaba haciendo, sufriría unos cambios a medida que creciera, esa vez sí me pillaron con las manos en la masa, o mejor, con las manos en el libro. Afortunadamente fue mi madre fue quien me sorprendió, y bueno, con su sabiduría respondió las mil preguntas con las que la asalté, eso sí, sin hacerse la indignada, como cualquiera de mis amigos mayores pensaron que se mostraría.

Mi papá me contó que a él le degustaba mucho escribirle a mi mamá para enamorarla en su noviazgo y que después del primer año de matrimonio había dejado el hábito, pero que cuando yo nací, le dieron ganas de volver a escribir “cositas”; empero, el trabajo extenuante le quitó tiempo para seguir cultivando la creativa labor de escribir.

En octavo conocí un libro que hasta el día de hoy amo, por ser de los primeros libros que leí con pasión, El principito de Antoine de Saint-Exupéry, y ese mismo año trate de leer El viejo y el mar de Ernest Hemingway (sabiendo bien que mi abuelo no había sido nunca marinero, sino que había surcado paisajes colombianos en ferrocarril) pero mis intentos se quedaron en eso, pues no avancé en la lectura y abandoné ese barco rápidamente. Al año siguiente me pidieron que leyera una obra de Carlos Cuauthtémoc Sánchez La fuerza de Sheccid, lo leí, hasta me gustó pero no entendí para qué lo leímos, nunca se hizo nada en clase con él, sólo preguntaron en una clase cómo se llamaba el autor, quién era el personaje principal y si nos había gustado leerlo. Tengo la sospecha de que en los años siguientes leí las siguientes obras, unas por iniciativa personal y otras por requisito escolar: Platero y yo, Lazarillo de Tormes, Siervo sin tierra, Susana, El viejo y el mar, Ética para Amador, El coronel no tienen quien le escriba, En la diestra de Dios Padre, El ruiseñor y la rosa…

El último año de bachillerato leí por gusto propio El túnel, La Tía Tula, El barril del Amontillado y para el siguiente año, en el segundo semestre de 2006, ya estaba matriculada en la carrera que me gusta y en la que caí, no por cosas del destino o por última opción, sino por deleite y amor a la literatura. Procura leer variedad de temas, no sólo dedicarme a la literatura, sino leer temas relacionados con la medicina, la psicología y la teología. Además, uno de los libros que trato de leer todos los días y por medio del cual me habla el autor del Universo es la Biblia, un libro que de pequeña me leyeron y ahora disfruto por mis propias lecturas. Otras de las obras que he vuelto ha leer son las que durante mi vida infantil y preadolescente había leído. Así como poemas nuevos, cuentos nuevos, tragedias griegas, fábulas, críticas…

En fin… Me resta dejar manifiesto mi deseo de tener una biblioteca grande, llena de libros de grandes autores de la literatura y de la psicología. Algo que, como me dijo mi papá un día, es el único legado o patrimonio sólido que tenemos.



2 comentarios:

  1. Severo su blog nena, me alegra ver esas letras ahí, ya tenemos escritora en el parche.
    La quierooooo muchooooooooo

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  2. Gracias, crea uno... El mundo también necesita de tus palabras.

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